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La cabalgata de la calle Santiago

Categoría: La vida

Doña Julia se puso guapa. Bueno, se puso más guapa. Ella y sus compis de El Encinar, su residencia. Iban a una cabalgata, pero no era 5 de enero sino 13 de diciembre y Melchor, Gaspar y Baltasar no estaban sino los ancianos que, como ella, se prestaron a ver las luces de Navidad del centro con unos peculiares pajes, los taxistas, montados en carruajes con forma de coche o monovolúmenes tirados por caballos que no renos.
Al frente de ellos iba Alberto. Tenía a su lado a la señora Alicia, que durante un ratito hizo de abuela. De él y de todos los que la iban saludando desde fuera.
Por una escasa hora los yayos fueron los protagonistas de mi cuento preferido de esta Navidad vallisoletana.
Debo confesar que cada vez le voy cogiendo más manía a estas fiestas, que las luces de las calles me invitan más a comprar que a otra cosa, que las cenas de Nochebuena y comidas de Navidad son un suplicio por determinados familiares, que me pone de mala leche que te manden una impersonal felicitación o meme quien ha pasado de ti durante todo el año tratándote como si fueráis íntimos y que las ausencias pesan cada vez más en unos días en los que es ‘obligatorio’ ser feliz. Pero…
Ver esa cabalgata por la en estas fechas consumista calle Santiago es ver que todo tiene un sentido, que no todo está perdido.
Intercambiar de la forma más vehemente posible saludos con esos yayos y yayas es como volver a esa infancia que nos robaron y nos trajeran de vuelta a ese abuelo o abuela que se marchó. Decía con pena mi amigo Alberto que fue duro devolver a la cruda realidad a la señora Alicia, a su residencia y a su silla de ruedas. Ella, como si fuera su nieto, le consolaba: «No pasa nada, hijo». Y así es, no pasa nada, porque la realidad es la que es y un día yo no estaré para escribirte ni tú para leerme.
Y sin embargo recordarás y recordaremos la cabalgata de los yayos, la de la esperanza, la que da sentido a las fiestas. Vieron las luces de la infancia, quizás de cuando fueron padres, madres y abuel@s, no lo sé… Los taxistas se sintieron niños, nietos e hijos… Y la gente que pasaba… Elegía, jugar o no. Creer o no.

FELIZ NAVIDAD


Otro cuento de Navidad

Categoría: La vida

Hace muchos, muchos años, un 25 de diciembre, nació… Estrellita. Su padre decía que una estrella la había traído del cielo. Pero del cielo de la noche.

Ya desde pequeña se veía como una niña sin suerte, pues sus regalos de cumpleaños se solapaban con los de Navidad. Pero a ella todo eso le daba igual porque, en el fondo, disfrutaba intensamente de esos días llenos de magia.

Montar el belén con papá, que traía arena de la playa, hincharse a turrón, polvorones y peladillas y con manjares que solo cataba en esas fechas, engalanar el árbol, reírse con el tío Juan, rezar todos en la mesa, cantar villancicos y, sobre todo, estar con la abuela Estrella, con la que compartía nombre y ojos.

La anciana siempre fue anciana. Y siempre estuvo sola. No tenía más recuerdo de ella que ese. Bueno, y su sempiterna mirada triste y ausente, sus pocas palabras, su andar cada vez más torpe y esas manos arrugadas como papel.

Nadie faltaba a la cita de la Nochebuena. Ni a la de la Navidad. Hasta que un día lo hizo la abuela Estrella. Le siguieron el tío Juan, papá, mamá… Y ya no hubo más citas ni siquiera mesa sobre la que comer porque la casa se vendió con la mesa y Estrellita, ya Estrella, y sus hermanos formaron sus propias familias y no había sitio suficiente para todos y, además, había que dividirse con otras familias.

Trató por todos los medios la huérfana de 50 años de convertirse de alguna manera en niña con papá y mamá durante unas cuantas semanas y así compartir con sus hijos el espíritu de la Navidad que le inculcaron sus padres.

Pero el tiempo es implacable. Y no entiende de sentimentalismos, de familias y menos de espíritus de la Navidad.

Un día se fue Luis, el marido de Estrella, y todo cambió. Él era el amor de su vida. ¡Tenían tantos proyectos juntos! Y todos se fueron a hacer puñetas por ese maldito infarto.

El golpe fue tan grande que nunca se recuperó. Así que sus hijos tiraron del carro de la Navidad, pero ya no era lo mismo. De hecho, los recuerdos pesaban tanto por los que se fueron (y es que se habían ido todos los de la mesa de aquella infancia feliz) que la abuela Estrella no tenía ganas de celebrar nada. ¿Celebrar qué? Pero el caso es que sus hijos la obligaban a venir a la casa del hijo con la mesa más grande. Eso sí, no la podían obligar a cantar villancicos. Ni a hablar. Ni a sonreír. Ni a abandonar sus ojos melancólicos y su tristeza infinita.

Dicen que el tiempo lo cura todo. Y esa tristeza fue desapareciendo gradualmente porque todas esas personas a las que quiso y que le quisieron también se marcharon de su mente y de su corazón. El tiempo es implacable, y el Alzheimer más. Aunque, bien mirado, ya no sufría. Alguna ventaja tenía que tener, ¿no?

Era la tarde del día 24 de diciembre y su hijo Luis fue a la residencia a llevársela a casa. Era la única noche que la pasaba fuera.

Parece cruel decirlo, pero tras no pocas muestras de cariño sin respuesta, dejó aparcada a su madre. No le quedaba otra. Y ahí se quedó sola unos diez minutos.

Y entonces sucedió. Se acercó Luisito y le enseñó una figura diminuta de un Niño Jesús muy, muy desgastada, sin pintura casi, a la que Estrella no prestó atención hasta que su nieto casi se la mete por los ojos para luego dejarla depositada en la mano. Fueron unos segundos. Suficiente.

  • ¡¡¡¡¡Carlitos, devuelve al Niño al Belén inmediatamente o me chivaré a papá!!!!!!

Y Luisito salió corriendo despavorido, como si hubiese visto un fantasma, y devolvió la figurita a su lugar.

PD

Me encantaría decir que durante unas horas Estrella volvió y que sus hijos la abrazaron envueltos en lágrimas. Pero no fue así. Nadie creyó a Luisito, la anciana regresó a las sombras, pero ese niño convertido en hombre y luego en abuelo no dejó de contar cada Nochebuena ese pequeño milagro, tan fugaz como una estrella.

¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!!!