Otro cuento de Navidad

Otro cuento de Navidad

Categoría: La vida

Hace muchos, muchos años, un 25 de diciembre, nació… Estrellita. Su padre decía que una estrella la había traído del cielo. Pero del cielo de la noche.

Ya desde pequeña se veía como una niña sin suerte, pues sus regalos de cumpleaños se solapaban con los de Navidad. Pero a ella todo eso le daba igual porque, en el fondo, disfrutaba intensamente de esos días llenos de magia.

Montar el belén con papá, que traía arena de la playa, hincharse a turrón, polvorones y peladillas y con manjares que solo cataba en esas fechas, engalanar el árbol, reírse con el tío Juan, rezar todos en la mesa, cantar villancicos y, sobre todo, estar con la abuela Estrella, con la que compartía nombre y ojos.

La anciana siempre fue anciana. Y siempre estuvo sola. No tenía más recuerdo de ella que ese. Bueno, y su sempiterna mirada triste y ausente, sus pocas palabras, su andar cada vez más torpe y esas manos arrugadas como papel.

Nadie faltaba a la cita de la Nochebuena. Ni a la de la Navidad. Hasta que un día lo hizo la abuela Estrella. Le siguieron el tío Juan, papá, mamá… Y ya no hubo más citas ni siquiera mesa sobre la que comer porque la casa se vendió con la mesa y Estrellita, ya Estrella, y sus hermanos formaron sus propias familias y no había sitio suficiente para todos y, además, había que dividirse con otras familias.

Trató por todos los medios la huérfana de 50 años de convertirse de alguna manera en niña con papá y mamá durante unas cuantas semanas y así compartir con sus hijos el espíritu de la Navidad que le inculcaron sus padres.

Pero el tiempo es implacable. Y no entiende de sentimentalismos, de familias y menos de espíritus de la Navidad.

Un día se fue Luis, el marido de Estrella, y todo cambió. Él era el amor de su vida. ¡Tenían tantos proyectos juntos! Y todos se fueron a hacer puñetas por ese maldito infarto.

El golpe fue tan grande que nunca se recuperó. Así que sus hijos tiraron del carro de la Navidad, pero ya no era lo mismo. De hecho, los recuerdos pesaban tanto por los que se fueron (y es que se habían ido todos los de la mesa de aquella infancia feliz) que la abuela Estrella no tenía ganas de celebrar nada. ¿Celebrar qué? Pero el caso es que sus hijos la obligaban a venir a la casa del hijo con la mesa más grande. Eso sí, no la podían obligar a cantar villancicos. Ni a hablar. Ni a sonreír. Ni a abandonar sus ojos melancólicos y su tristeza infinita.

Dicen que el tiempo lo cura todo. Y esa tristeza fue desapareciendo gradualmente porque todas esas personas a las que quiso y que le quisieron también se marcharon de su mente y de su corazón. El tiempo es implacable, y el Alzheimer más. Aunque, bien mirado, ya no sufría. Alguna ventaja tenía que tener, ¿no?

Era la tarde del día 24 de diciembre y su hijo Luis fue a la residencia a llevársela a casa. Era la única noche que la pasaba fuera.

Parece cruel decirlo, pero tras no pocas muestras de cariño sin respuesta, dejó aparcada a su madre. No le quedaba otra. Y ahí se quedó sola unos diez minutos.

Y entonces sucedió. Se acercó Luisito y le enseñó una figura diminuta de un Niño Jesús muy, muy desgastada, sin pintura casi, a la que Estrella no prestó atención hasta que su nieto casi se la mete por los ojos para luego dejarla depositada en la mano. Fueron unos segundos. Suficiente.

  • ¡¡¡¡¡Carlitos, devuelve al Niño al Belén inmediatamente o me chivaré a papá!!!!!!

Y Luisito salió corriendo despavorido, como si hubiese visto un fantasma, y devolvió la figurita a su lugar.

PD

Me encantaría decir que durante unas horas Estrella volvió y que sus hijos la abrazaron envueltos en lágrimas. Pero no fue así. Nadie creyó a Luisito, la anciana regresó a las sombras, pero ese niño convertido en hombre y luego en abuelo no dejó de contar cada Nochebuena ese pequeño milagro, tan fugaz como una estrella.

¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!!!