Mi amiga Lola

Mi amiga Lola

Categoría: Coaching

Esta es Lola, mi mejor amiga. Falleció hace unos años, con 97. Y durante más de dos décadas, la anciana de Sevilla y el muchacho de Rota vivieron una amistad extraña para muchos, para todos.

Nos conocíamos de toda la vida. A mi mujer le llegó a decir que me recordaba como un niño solitario (jugaba solo en la placita con la pelota). Aún recuerdo la regañina que me cayó por saltar a su terraza para recoger una pelota que ‘embarcamos’. Estaba con Emilio, su marido. Siempre iba de la mano con él a cualquier sitio. Los sigo viendo así, ya viejecitos, yendo a Virgen del Mar a comprar al Miguel y María, paseando y felices. Y fue entonces cuando se encendió una ilusión en mi corazón: que quisiera tanto a mi compañera en la vida como ellos dos se amaban.

Un día, Emilio desapareció de la noche a la mañana, pero ella seguía viniendo. Un maldito cáncer truncó esa ilusión de los dos jubilados, y fue años después cuando Javi Faya entró en escena.

«Buenas noches, no se preocupe, soy de aquí, de San Alberto, y vengo de correr». Con estas palabras tranquilizadoras cuando faltaban diez metros para cruzarnos inicié una amistad que llegó hasta el fin de sus días. Era de noche cerrada de septiembre, la urbanización estaba vacía, desangelada y sin iluminación, y yo regresaba de mis dominios, la playa, envuelto en sudor, arena y salitre, y siempre descalzo. Era un espíritu libre. Como ella. Por eso conectamos tan rápido.

Quedamos enseguida, en su porche. Y ahí me pasé tardes enteras durante los veranos y fiestas de guardar (si tenía gente en casa, me avisaba cuando se iban). Y en invierno, siempre que bajaba del norte, me pasaba por su casa. Porque éramos vecinos en la capital andaluza y en ese pueblecito de pescadores que nos conquistó desde que lo descubrimos y en el que queríamos pasar nuestros últimos días.

A la gente le extrañaba esa amistad tan atípica, sobre todo a sus hijos y a mi madre, que se volvió un poco celosa, como Lola advirtió muy pronto.

Siempre me ofrecía cerveza, zumo, Coca-Cola… Y siempre decía que no, que agua fría. Eso sí, jamás le hice ascos a las frutas de Aragón y ciertos mazapanes de esa tierra.

Más de uno pensaba que no era amistad lo nuestro, que simplemente se trataba de un chico que le contaba sus penas y pedía consejo a una anciana. Nada más lejos de la realidad.

Había, como dicen los modernos, los trabajadores esclavos de Shakespeare y los pedantes, un ‘feedback’. Hablábamos de todo: religión, la Guerra Civil (maravillosa la historia con su marido), poesía, sueños, amor, desamor, vida, muerte… Hasta sexo. No había tabúes ni líneas rojas. Y con las confidencias igual. Ella se llevó a la tumba secretos inconfesables míos y los de ella los tengo en el bolsillo de una camisa que me regaló, la del mendigo feliz.

Ese cuento me marcó y me hizo ser aún más desprendido con el dinero de lo que ya era.

Si sigo en la lucha, si tengo mis ideales intactos y mi fe a prueba de bombas es, en gran parte, gracias a ella.

Lola apostó por mí en mi sueño de ser periodista (año y medio antes de mi día de gloria con Idigoras y cía estaba acabado sin empezar) y lo logré. Lo logramos.

También hablamos los dos poetas de ese sueño que resurgió con enorme fuerza hace ya ocho meses. No buscar fortuna ni gloria sino un mundo mejor, más feliz, más justo, más cristiano si es que existe Cristo (y sino, pues da igual, ¿no?). Ella me animaba con ese noble anhelo y me decía que sí, que tenía madera de líder, que estaba convencida de que podría mejorar las cosas allá donde fuera.

Honestamente pensaba que esa anciana de risa fácil a la que casi cada día le cogía un carrillo en el hasta luego en señal de inmenso amor (su mirada era tan intensa y dichosa que los ojitos se volvían chinos) me decía lo que quería oír.

El tiempo pasó y mi amiga Lola también se fue yendo. Pero no de mí. Recuerdo entrar en su casa, verla bien acompañada y con la mirada perdida. Apenas reconocía a los suyos, estaba en su mundo, no salía de él… Hasta que llegaba Javi Faya y le cambiaba la cara en el rescate. «Hola, Lola!!! Soy Javi Faya!!!», le medio gritaba al oído con voz cantarina y ella con una sonrisa enorme, volvía y casi retomábamos la última conversación. Era un pequeño milagro que se repitió durante unos años. Hasta que se olvidó también de mí.

La última vez que la vi estaba muy resfriada y yo agarraba con fuerza las manos convertidas en ramas de un árbol de invierno. Le quité los mocos y salí muy triste, aunque con la ilusión de que muy pronto vería a su marido, su mayor deseo en vida.

Ahora, en el otoño de mi vida, no busco respuestas porque ya las tengo, no busco el camino porque ya lo marqué, no busco refugio porque ya vivo en él, no busco señor porque ya le sirvo. Solo busco una oportunidad para cumplir mi misión, para darle sentido a mi vida y pelear por el sueño que en voz alta compartimos Lola y yo. Y si no llega? Pues como dice mi madre con mucha gracia desde su silla de la reina… «Qué le vamos a hacer!»


2 Comments

Inés

26 noviembre, 2019 en 10:53 pm

precioso Javi Falla, que suerte habéis tenido de conocer que es la amistad

Inés

1 julio, 2020 en 12:48 pm

Que bonita amistad!! Eres un encanto!!!
Gracias por compartirla.